Lo primero que habría que hacer con la obra Todos saben que esto es ninguna parte, es no encasillarla en ningún genero, ni colocarle etiquetas, porque su no clasificación, su des-género, es el motor que hace andar un momento teatral inquietante y delicioso.
La trama y sus formas de desarrollo escénico, nunca dan pistas o certezas acerca del rumbo que van tomar, cuando parece que ya están instalados un hilo conductor y un género (con sus cánones preestablecidos) un rápido viraje hace que todo cambie y, la percepción de los sucesos que tenía hasta ese momento el espectador, se trastoque.
No por eso la pieza cae en una “mezcla” sin sentido, ya que lo que sostiene esta aparente no-estructura, es la mirada sobre las relaciones humanas y sus variantes: amor/desamor, victima/victimario, la otredad, la soledad y, por sobretodo, el tiempo como agente del hastío en una relación.
Al autor y director, Leonardo Azamor no le hace falta parafernalia técnica alguna para provocar corrimientos temporales-espaciales, ya que lo extraño, lo “raro”, esta puesto en las conductas de sus personajes y sus interrelaciones que van abriendo puertas a lo inesperado. Es por eso que su propuesta espacial pasa de lo íntimo a lo espectacular con sencillez, con un simple corrimiento de los pocos elementos que conforman la escenografía, propicia la creación de nuevos ámbitos, incluso, creando universos paralelos.
Es también importante para la instalación de estos universos, el diseño de luces de Rocío Rodríguez Conway y el ecléctico (por lo atemporal y su variadas texturas) vestuario a cargo de Silvina Biavaschi.
Un lúdico elenco crean personajes personalísimos con entramados interiores que se van descubriendo a la manera de las muñecas rusas. Belén Parrilla, Paola Fontana, Agustín Bobillo, Soledad Cagnoni y el mismo Azamor, se entregan sin concesiones al placer de jugar cada escena.
Todos saben que esto es ninguna parte, hace gala de una exquisita in-clasificación teatral.